Feliz cumpleaños, Alicia
Paquita Suárez Coalla
El 28 de julio del 2009, Alicia Perdomo y yo fuimos a tomar un vino a La Pizarra, una terraza que había junto a la catedral de Oviedo, para celebrar su cumpleaños. Cumplía 46 y, más que su aniversario, Alicia celebraba la oportunidad que había tenido de pasar un mes en Asturias con el grupo de estudiantes de BMCC que habían participado en el programa de Estudios en el Extranjero del departamento de Lenguas Modernas. Les quedaban pocos días para regresar a Nueva York y Alicia volvía exageradamente entusiasmada con casi todo lo que Asturias le había ofrecido: desde el clima fresco de esas tierras del Cantábrico –siempre con la amenaza de la lluvia encima– hasta la comida, la música, la lengua asturiana y las vistas de la sierra del Aramo que contemplaba todas las madrugadas mientras empezaba a amanecer y ella se fumaba el primer puro del día. De la gente con la que aquel mes apretado de verano le tocó convivir habló también maravillas: las recepcionistas de la residencia San Gregorio, donde se alojaban; las camareras de la cafetería universitaria y aquella pareja de venezolanos que tenía un bar en la calle Muñoz Degraín, no muy lejos de la misma residencia, y a donde ella se acercaba día sí y día también a tomar un café después de la comida.
El camarero nos trajo las copas de vino tinto que habíamos pedido, una tapa de aceitunas verdes, y preguntó si queríamos algo más. Salió al poco tiempo a servir a dos señoras que habían llegado a la mesa de al lado y, ya cuando iba a entrar de nuevo, se paró y se detuvo junto a nosotras. Le había llamado la atención oírnos hablar de literatura.
—Mi abuela, dijo sin mayores rodeos, trabajó toda su vida con Corín Tellado.
Alicia y yo nos miramos con más cara de sorpresa que de incredulidad y le preguntamos si podríamos ver a la abuela.
Nos dio un número de teléfono para que lo llamáramos al bar, anotó los días que trabajaba allí, y nos dijo que preguntáramos por Marcelino. Como Alicia regresaba a Nueva York a los pocos días con los estudiantes, le prometí que llamaría yo.
Cuatro años antes, y gracias a la catedrática de francés María Teresa Fernández, especialista en la obra de la gran representante de la novela rosa española, Sonia Rivera-Valdés, Jacqueline Herranz y yo habíamos tenido la oportunidad de conocer a Corín Tellado en su apartamento de Gijón. De ese encuentro guardo una foto que coloqué en mi oficina y una nota de prensa publicada en La Nueva España por la misma María Teresa sobre nuestra visita a la casa de Corín. Cuando Alicia supo que viajaría a Asturias con el grupo de estudiantes, le prometí que nos pondríamos en contacto de nuevo con María Teresa para que nos acompañara a ver a Corín Tellado. Siendo como Alicia era, me faltan palabras para describir con exactitud aquel entusiasmo suyo, casi contagioso, cuando le prometí esa visita. El 11 de abril de ese mismo año nos enteramos de que Corín Tellado se había muerto y Alicia me escribió enseguida para decírmelo, lamentando que ya no fuera a conocerla.
¡Paqui –decía– se murió Corín!
Las dos veces que llamé a Marcelino a La Pizarra, después de que Alicia hubiera regresado a Nueva York aquel verano, no pude hablar con él, y cuando al año siguiente volví y lo volví a llamar, me dijeron que ya no estaba trabajando allí. Perdimos el contacto con él y la posibilidad de hablar con esa mujer que había estado aparentemente al lado de Corín Tellado durante toda su vida, pero la historia nos sirvió a Alicia y a mí para completarla a nuestro gusto y para seguir especulando sobre esa misteriosa escritora que, según los récords, habría escrito más de cuatro mil novelas románticas a lo largo de su existencia, es decir, un promedio de por lo menos dos novelas mensuales durante los más o menos sesenta años que estuvo escribiendo, y una mujer que, después de un malogrado matrimonio en los primeros años de su juventud y de dos hijos, nunca más se había querido casar ni se había sabido de ninguna otra relación amorosa suya. A las dos nos parecía más que posible pensar que la gran dama de la novela romántica heterosexual hubiera sido lesbiana toda su vida. O, al menos, a Alicia y a mí nos gustaba ese guion.
La segunda vez que Alicia volvió a Asturias con los estudiantes, en julio de 2012, estaba delicada de salud. Le dolían las piernas, se le hinchaban mucho, y el calor que hubo ese verano en todo el norte de España, y que los asturianos agradecíamos para disfrutar como el resto de españoles de la playa y de las excursiones al aire libre, le afectaba especialmente para caminar. No pudo acompañar al grupo a casi ninguno de sus viajes, y se pasó la mayor parte del tiempo, después de que acababa de dar sus clases al mediodía, descansando en la terraza del hotel donde se quedaba. “Me siento igual que Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios, me dijo al enseñarme aquel inmenso mirador que le habían dado en el ático del edificio por ser fumadora. Solo me faltan la regadera y los patos.”
Resultaba difícil hacerse cargo de la dimensión del dolor y sufrimiento con el que, sobre todo en los últimos años, Alicia vivía. Su sentido del humor, su gracia exagerada y tantas veces sin filtro, aquella generosidad suya con la que lo mismo te ayudaba a diseñar un póster o un folleto que a armar un curso online con una rapidez, además, que superaba la de la persona más eficiente, podría parecer incompatible con todas las dolencias que Alicia tenía. Recuerdo una vez que, sentadas las dos en la oficina, dio la vuelta a la silla y, con unas lágrimas que le saltaban de los ojos como si fueran chispas, tal era el esfuerzo que yo sé que ella hacía por controlar la expresión de aquel padecimiento, me dijo: “Tengo un dolor macho”. Y me mostró cómo se le habían puesto las piernas durante aquellos días. Yo fui a dar clase, y cuando a las dos horas volví a la oficina, nos pusimos a escuchar en youtube algunos clásicos de la canción mexicana. Alicia cantaba, yo no cantaba porque desde hace años me horroriza que me oigan cantar y, al final, riéndose otra vez, me dio las gracias por haberla ayudado a olvidar el dolor. Me comentaba Dina estos días que Alicia desafinaba al cantar. Yo nunca en realidad me fijé en eso, seguramente porque a poco que alguien entone mínimamente y se atreva a hacer lo que yo no me atrevo, ya a mí me parece que canta bien, y Alicia, más que sus dotes musicales, lo que transmitía cuando cantaba y en lo que principalmente me fijaba yo era en aquella vitalidad suya tan envidiable.
A pesar de nuestras diferencias ideológicas, que las dos conocíamos y respetábamos con tacto, Alicia y yo nunca tuvimos ningún tipo de roce durante los más de ocho años que compartimos la oficina. Ella vivía siempre quejándose del calor y yo no soportaba el frío. Los días que Alicia iba a la facultad, el despacho tenía la temperatura de un refrigerador cuando yo llegaba. Como Alicia estaba en ese momento en clases, yo apagaba el aire acondicionado que llevaba encendido desde las seis o siete de la mañana, y cuando ella regresaba a la oficina y ya yo estaba enseñando, volvía a encenderlo. Nos las arreglamos en general para que ni ella se muriera del calor ni a mí me paralizara el frío, y si en algún momento hizo falta, la una le pidió a la otra que apagara un poco el aire o que no prendiera la calefacción. Para ajustar la temperatura a nuestras necesidades personales cuando no se podía hacer de otra forma, ella tenía un ventilador que yo le había regalado hacía años y yo un pequeño calefactor que había comprado en Target y que funcionaba tan mal que la mayor parte de las veces iba a la oficina de Eda a coger el suyo. El ventilador a mí no me molestaba y la aliviaba a ella y el calentador apenas me templaba los pies durante esos días de principios de otoño que aun no encienden la calefacción en el edificio.
A Alicia le gustaba mucho que le regalaran cosas, pero era una de las personas más desprendidas y espléndidas que conozco. La primera en abrir la cartera para pagar cuando ibas a tomar algo a algún sitio, y la única en hacer comida para medio departamento cuando preparaba algún platillo venezolano. Nunca olvidaremos la imagen de una bolsa de plástico colgando del pomo de la puerta de las oficinas de Maria, Silvia, Eda, Nidia y Valerie, el día que Alicia había hecho pan de jamón o hallacas, la misma bolsa que aparecía encima de mi escritorio y del de Rosa María, y la misma que luego iría a repartir a sus amistades de los departamentos de Ethnic Studies, de Matemáticas o de Ciencias Sociales. Alicia conocía a medio mundo en BMCC y me consta que ese mismo medio mundo de BMCC apreciaba a Alicia. A ella le gustaba el arroz con leche que yo hago, y se quejaba de que Dina, su pareja, se lo comiera casi todo cuando yo le llevaba. “La próxima vez que me hagas –decía riéndose como Alicia se reía– me la traes en dos contenedores diferentes con el nombre afuera.” Si lo llegué a hacer como me pedía o no, no me acuerdo, porque Alicia hablaba siempre en un estilo indirecto libre muy personal que yo iba traduciendo simultáneamente mientras hablaba.
A las dos nos gustaba conversar de comida, y teníamos la mala manía de ser bastante poco indulgentes con cuantos no sabían cocinar. Asegurábamos, con el tono de una broma privada, que era imposible escribir bien o entender la literatura si eres incapaz de interpretar una receta de cocina o de preparar una buena cena. (Querida Alicia, sigo pensando que teníamos razón, aunque de sobra sabemos las dos que hay excelentes escritoras y escritores que no deben saber ni freír un huevo y extraordinarios guisanderos incapaces de escribir una oración completa.)
Cuando en el otoño del 2012 se inauguró el nuevo edificio de Fittermarn en la calle Greenwhich, y el Departamento de Lenguas Modernas se trasladó al 6º piso, en el ala sur del campus, donde hasta entonces habían estado los profesores de Contabilidad, Alicia fue la primera en comprar un palo del Brasil para aquella oficina que nos habían dado a ella y a mí con vistas al río Hudson. Yo cambié la maceta de plástico por una de barro que tenía en la casa –y que había pintado con un toque rústico de color magenta y verde– compré alguna planta más y comenzamos así a crear nuestro pequeño jardín botánico en el S601T de Modern Languages. De vez en cuando Alicia añadía alguna planta que alguien le había regalado y yo seguía haciendo esfuerzos para que nuestro invernadero particular se pareciera mínimamente a aquel verdadero bosque tropical que Álister tenía en la oficina de al lado. No siempre se nos lograron todas las plantas; tal vez les afectaban los cambios bruscos de temperatura que había en un espacio en el que durante el invierno hacía demasiado calor por el día y me imagino que un frío neoyorquino cuando en la noche apagaban la calefacción, –y lo contrario durante el verano; tal vez no sabíamos calcular las dosis justas de luz que necesitaban, o es posible que en algún momento les echáramos demasiada agua o demasiada poca, pero llegamos a rodearnos de cactus, potus, helechos, suculentas, geranios, y otras hermosas plantas para las que lamentablemente no tengo nombre. Alicia celebraba cada una de las nuevas matas que iban haciendo de nuestro espacio un lugar más acogedor, agradecía que me ocupara de echarles agua todos los jueves a la tarde cuando acababa de enseñar, y hacía observaciones sobre la “lengua de suegra” que había colocado encima del armario cuando nadie aún se atrevía ni a poner una hoja de papel porque nos habían prohibido expresamente que lo hiciéramos, o la “mala madre”, aquella cinta bicolor a la que le salían constantemente hijos –que un día Alister le cortó para escándalo de las dos– y que acabó regalándole a Silvia Álvarez, aunque sabía de sobra que Silvia Álvarez se olvidaba con demasiada frecuencia de cuidar las plantas. Nidia le dio un esqueje de otra “mala madre” a finales del año pasado, y yo, que siento alergia por los tiestos de plástico, la coloqué en una maceta de cerámica que había comprado hacía años en Montréal en un viaje que había hecho con mi familia. La mala madre se estaba poniendo preciosa.
Poco antes de que cerraran la facultad por el COVID19 a mediados de marzo, y con la ayuda de Rosa María, me había pasado tres tardes arreglando las plantas. Trasplanté una cinta que tenía en la esquina, y que arrojaba fuera de la tierra unos bulbos que no encontraban espacio para seguir creciendo, y limpié con cuidado las hojas del potus y del palo del Brasil que llevaban más de un año infectadas con un tipo de bacteria de la que no éramos capaces de deshacernos. Le compré un nuevo tiesto para la “lengua de suegra” y tiré aquella maceta de mimbre que estaba completamente deshecha y que amenazaba con caerse cada vez que la regaba. La “lengua de suegra”, también conocida como “espada de San Jorge” o “cola de lagarto”, se veía absolutamente hermosa en aquella maceta de porcelana con diseños de flores blancas sobre un fondo azul cobalto que había comprado en la floristería de la 181 con la Broadway. Saboreaba el momento en que Alicia la pudiera ver, anticipando lo feliz que se iba a poner con aquel regalo.
A los pocos días anunciaron que se cerraba indefinidamente la escuela y que tendríamos que empezar a dar clases online, como había augurado Alicia que iba a pasar –sin que yo lo quisiera creer, sobre todo porque no me convenía creerlo– unas semanas antes. Lo primero que pensé fue que tendría que volver a la oficina para salvar las plantas, pero al día siguiente a mi hija Rosalba la diagnosticaron con el coronavirus, pasamos dos noches en el hospital y de regreso a casa tuvimos que hacer cuarentena. No habíamos acabado aún el periodo de confinamiento cuando nos enviaron un email de Buildings and Grounds para informarnos de que iban a desinfectar las oficinas y tendrían que sacar todas las plantas afuera sin darle a nadie el derecho de acercarse al campus durante esos días. Me angustié de un modo un poco exagerado pensando en las plantas, por las que ignoraba que sentía tanto apego, y solo cuando un mes más tarde le escribí a Rosa María y se lo comenté, y ella me hizo entender que compartía esos mismos sentimientos, me empecé a sentir un poco mejor. Lamenté, de todos modos, no haberle sacado una foto a la “lengua de suegra” para mandársela a Alicia, pero el teléfono celular que yo tenía entonces, y que compartía con mi esposo, era una auténtica antigüedad que solo servía para hacer y recibir llamadas. Pensé muchas veces en escribirle para contarle la historia, pero el tiempo se volvió tan extraño desde que empezó la pandemia, que muy pocas fueron las veces que llegué a comunicarme ni con ella ni con ninguno de los otros compañeros de departamento. Nuestros emails tuvieron todo el tiempo una función absolutamente práctica, como cuando Ainoa y yo le pedimos a Alicia que fuera subiendo a la cuenta de Twiter de Modern Languages, que ella gestionaba, el informe sobre las Tertulias de Verano que habíamos empezado a principios de junio con los estudiantes; o cuando más recientemente le preguntamos si nos podría ayudar a hacer una publicación digital con lo que habían ido escribiendo los mismos estudiantes para la tertulia. Ni una palabra de las plantas que ya no íbamos a tener cuando el fin de la pandemia nos permitiera regresar a nuestras oficinas, ni de aquel hermoso tiesto que yo le había comprado a la “lengua de suegra” poco antes de que nos cancelaran las clases presenciales.
El día 3 de julio fue Alicia la que me escribió para decirme que había estado soñando con Sonia y conmigo y para saber si estábamos bien. Le dije que sí, no le pregunté qué había soñado, ni qué podía haber en su sueño que le produjera aquella aprensión y comentamos un poco por encima, una y la otra, lo que se estaba viviendo.
Ese fue mi último contacto con Alicia.
En la mañana del día 23, Ainoa me mandó un WatsApp para decirme que había fallecido. Eda había estado intentado llamarme, pero Esteban, mis hijas y yo habíamos ido a pasar unos días con nuestros amigos chilenos a una casa sin electricidad ni wifi que tienen en Hamden y no pudo hacerlo. Poca gente sabía aún que, desde mediados de junio, yo había heredado el viejo iPhone de Jacinta con el que ahora puedo comunicarme de una manera mucho más sofisticada que con nuestro antiguo teléfono. Fue gracias a este nuevo celular como me enteré de la muerte de Alicia antes de volver a Nueva York. El corazón se me encogió al leer el mensaje de Ainoa y durante el resto del día, y al día siguiente, y cada vez que desde entonces me he acordado de ella, he estado haciendo esfuerzos para ajustar la realidad de la noticia a su verdadera ausencia. Su muerte, de momento, sigue siendo para mí un enunciado cuyo peso real no alcanzo a entender ni, posiblemente, a sentir. O no alcanzo a sentirlo hasta que pienso en esa oficina sin plantas y sin ella que me espera en BMCC el día en que esta pandemia se controle y podamos volver a la facultad. Yo contaba con el ánimo de Alicia para ir recuperando nuestro pequeño jardín y sentir menos la pena que sentía por todas las matas que habíamos perdido; lo que ahora espero es que las nuevas plantas que en algún momento llegue a comprar me ayuden a fortalecer su presencia en mi memoria, a hacer su partida más tolerable y a no olvidar nunca lo que es, dentro del mundo vegetal, una “mala madre” y una “lengua de suegra”.
Alicia hubiera cumplido hoy 57 años. Demasiado joven parar morirse, no llegó a alcanzar los 60, edad a la que ella consideraba que las mujeres comenzaban a verse realmente hermosas. Esos y muchos más, los seguirá cumpliendo en el recuerdo de cuantos nos tocó conocerla, de cuantos pudimos compartir su entusiasmo por la vida y de quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su carácter espléndido y de su personalidad generosa.
Querida Alicia, descansa en paz.
Alto Manhattan a 28 de julio de 2020