By Fulgencio Rivas
¡Apúrate, Jaqui! ¡Ya casi llegamos a la casa!
Mamá estaba atendiendo la tortillera, las señoras con sus servilletas formadas en una fila, ansiosas de que ya era hora de la comida, y de una a una iban haciendo su pedido. Papá estaba parado en frente del comal, dando vuelta a las tortillas. Al ver a mi hermana y a mí llegar, nos asintió y nos dio a cada uno un taco de tortillas recién hechas con sal y limón.
—¿Qué se les antoja comer hoy?
—Pues yo quiero pollo rostizado —dijo Jaqui.
—¡Yo quiero cabecitas de pollo!
—Tengan dinero, vayan a comprar un pollo y unas cabecitas. Pero váyanse con cuidado. Ya casi cerramos la tortillería, cuando regresen pasan a traer a su hermano y comemos todos juntos.
—¡Vamos, Jaqui!
Salimos muy contentos de la casa vieja de adobe que destacaba rodeada de casas más modernas. Del otro lado del boulevard poco transcurrido había una barda que rodea un complejo de edificios. Tenía menos de un año que nos habíamos mudado de Nueva York a la ciudad de Puebla. A Jaqui aún le costaba hacer amigos por nuestro acento extraño, después de pasar todas nuestras vidas hablando principalmente inglés, era como si habláramos en un idioma extraterrestre.
—¿Ya no te volvió a jalar el pelo tu compañero?
—No, ya no.
—¡Más le vale!
—En el recreo fui con unos de mi salón de sexto y le dimos unos madrazos por molestarla.
Al contrario de mi hermana, que se sentía sola en un mundo extraño, yo era como un pez en el agua. Para tener muchos amigos solo era necesario ser medio bueno para el fútbol y decirles groserías en inglés a los que no les cayeran bien.
Seguimos hasta llegar a la calle de las vías abandonadas de tren y volteamos a ver hacia ambos lados como mamá siempre nos decía:
—Tengan cuidado al cruzar esta calle, los choferes de micro manejan como locos y hasta van echando carreras.
—¡Sale, Jaqui, tenemos que correr! A la cuenta de tres… ¡Correeee!
—¡Ya casi llegamos, solo dos calles más!
Nos tocó pasar al lado del Soriana, que abarcaba una calle completa y tenía un estacionamiento gigante. Muchos carros, entre nuevos y medio usados, entraban y salían. Recuerdo cuánto me gustaba ir al Soriana, era un supermercado gigante. Al entrar, parecía que fuera un estadio, tan alto y alumbrado que siempre me preguntaba cómo hacían para que siempre estuviera fresco sin importar el calor que hiciera afuera. Allí vendían de todo: videojuegos, ropa, comida y hasta hay un cine a un lado al que casi nunca íbamos. Cuando acompañábamos a mi mamá al Soriana siempre le pedíamos que nos comprara Frosted Flakes, aquí todo el mundo las conoce como Zucaritas. Siempre nos decía que cuando tuviéramos dinero, y solo compraba los bolillos para hacernos tortas para nuestro school lunch.
Llegamos al Boulevard Norte, el más largo y transitado que nos tocaba cruzar. Aquí pasan muchas micros de todos los colores y más de los que se pueden contar, todos pegados y veloces, es como ver una escuela de peces o ballenas sobre el concreto. Pero este era el más fácil, había tres semáforos que se iban intercalando para no generar un trancón. Podíamos cruzar entre medio de toda la gente que también quería cruzar.
Al llegar al otro lado, por fin habíamos llegado al Mercado Hidalgo. Hidalgo era el nombre de un cura que luchó por la independencia y en este mercado todos luchan para poder ser independientes.
—Vamos, Jaqui, nos tenemos que apurar, ya va a salir el Jonathan.
—¡Ahí voy, ahí voy!
Caminamos a través del estacionamiento del mercado. Al pasar, nos ofrecían mangos y naranjas, había muchas camionetas llenas de frutas y la gente se acercaba a regatear con los señores que habían llegado desde muy temprano. Unos solo vendían desde su cajuela y otros hasta lona se ponían. Nunca faltaba la viejita que se nos arrimaba a vendernos cerillos o una tira de ajos. Los más jóvenes vendían las jergas rojas, las cuales todo mundo tiene en casa. El mercado parecía una extensión del mismo estacionamiento, uno solo sabía que había llegado cuando las lonas se convertían en láminas de aluminio, de esas que cuando llueve suena como si las gotas fueran hechas de piedra.
Ya habíamos encontrado dónde vendían los mejores pollos rostizados del mercado, en donde también regalaban una Big Cola por comprar dos pollos. Siempre había muchos pollos girando en el asador. Los pollos estaban atravesados con un fierro, había cinco en cada uno de estos. Las cabecitas se rostizan debajo de los pollos, había adobados y otros así nomás. Yo iba concentrado en mi misión de comprar el pollo para la comida, no era de todos los días que mi papá nos ofrecía qué queríamos comer, siempre le teníamos que rogar si se nos antojaba algo.
—¿Quieren salsita con su pollo, jóvenes?
—¡Sí, por favor!
Pagamos, nos repartimos las bolsas y empezamos la travesía de regreso.
—Ahora vamos por el Jonathan al jardín de niños, Jaqui.
Con la comida en las manos, solo pensaba en cuántos tacos de pollo con limón y salsa me iba a comer. Al ir cruzando el mar de puestos y vendedores en el estacionamiento, se me hizo escuchar unas voces hablando en inglés. Desde que llegamos no había conocido a nadie más que hablara inglés, y me alegré pensando que tal vez podría hablar con ellos. Como había tanta gente, no encontraba de quién provenía ese idioma familiar, hasta que pasamos al lado de aquel grupo de personas que quedaron grabadas para siempre en mi memoria.
—”I just want the boy! Keep the girl.”
—”No, if you want him you have to take both, they’re siblings and I don’t want to be stuck with the oldest.”
—”No, no. I don’t want her, just the young boy.”
En ese momento entendí por qué estaban hablando en un idioma que mis compañeros decían que se escuchaba como el de un extraterrestre. Los volteé a ver un instante, tratando de no delatarme con la expresión de mi cara, a pesar de que por dentro sentía un agujero negro consumiéndome, necesitaba saber quiénes eran estas personas que en pleno mercado se sentían tan seguros que nadie les entendería.
¡Claro! Nunca nadie se imaginaría que un par de niños de lo más común y corriente descubrieran el negocio que se estaba llevando a cabo. Era una mujer de cabello largo y rubio que caía de su cabeza como cadenas de oro, tanto que con un vistazo cualquiera sabría que ella no es de por aquí. Trataba de cubrirse con la capucha de su sudadera negra y sus gafas oscuras. Parecía una de esas estrellas de cine que quieren salir de encubierto para que los paparazzis no las fotografíen. Lo poco que se podía ver era su rostro blanco, blanco como el color de un difunto, toda su apariencia contrastaba con lo que llevaba puesto.
La señora con quien discutía era una viejita, llevaba un mandil azul de esos viejos y un vestido debajo, la misma apariencia que tienen todas las abuelas de México. Su piel mostraba muchos pliegos de los que solo el tiempo es causante, su color de piel, totalmente opuesto a la mujer rubia, tenía aspecto de haber pasado mucho tiempo debajo del sol, un color canela, canela. Su cabello también contrastaba con su piel, pero por ser blanco y gris. La abuela tenía en una mano a una niña que parecía de mi edad, de unos diez u once años, flaca, flaca, y tenía un cabello muy largo y oscuro. En la otra mano, un niño de pelo corto, de unos seis o siete años, tal vez un año menor que Jaqui, con unos jeans sucios y desgastados, estaba cubriendo su cara con las manos, prohibiéndose llorar.
¿Grito y pido ayuda? ¿Habrá alguien más con ellos? ¿Qué voy a poder hacer yo? ¿Qué horrores pasará Jaqui si nos agarran? ¿Por qué rumbo nos llevaría la vida si hablo ahora? ¿Volvería a ver a mamá?
Tal vez si no estuviera con Jaqui diría algo, pero no me lo perdonaría si algo le pasara a ella. Solo había transcurrido un instante, pero en mi mente había pasado toda otra vida. En un segundo, sin pensar, tomé mi decisión. En ese momento, agarré a Jaqui de la mano fuertemente y seguimos caminando sin decirle nada y sin voltear atrás, cruzamos ese gran boulevard. Nadie nos podría alcanzar, aunque trataran. Esos conductores locos de micro eran ahora mi escudo, una barrera impenetrable, y nadie más sabía lo que ese día había presenciado.
Sin darme cuenta llegamos al jardín de niños, que se encontraba a una calle de la casa. Saludamos a la maestra, buscamos a Jonathan y nos fuimos corriendo a casa.