By Liliana Mendez
Vivía una familia en un apartamento humilde. Llevaban diez años viviendo ahí y todo era normal. Eran una familia feliz de cinco: la madre, el padre, y tres hermanas. La mamá a diario llevaba a sus hijas a la escuela y el papá trabajaba. Vivían en un barrio donde solamente había una marketa local, una escuela y un solo parque dentro de un panteón enorme. El parque siempre estaba vacío porque a la gente le daba miedo ir porque quedaba en el panteón. Pero a esta familia no le preocupaba ir allí; el otro parque cercano estaba a dos horas de su casa. Entonces los fines de semanas llevaban a sus hijas al parque del panteón para disfrutar la naturaleza aunque a veces la gente se los quedaba, sorprendidos por su valentía o por una probable afición al terror. La gente del barrio los conocía como la familia del panteón.
Un día nublado y oscuro de luna llena, la familia iba de rumba a la casa de otros parientes. La única manera de llegar allí era cruzando el panteón porque el autobús pasaba cada dos horas. Esto era algo normal para la familia porque cada vez que iban de visita para allí debían cruzar el panteón. Pero lo que ellos no sabían es que esta vez iba a ser diferente. Llegaron a la fiesta de sus familiares y todos se los quedaron viendo.
—¿Están bien? Se ven un poco pálidos —exclamó el hermano del papá.
—Sí, estamos perfectamente bien, solo un poco cansados porque tuvimos que caminar mucho —respondió el padre.
Todos los miraron fijamente, como si fuesen personas de otro planeta. Pero la familia decidió ignorar esas miradas inquisitivas y pasarla bien. Los niños jugaban, los adultos bromeaban y comentaban noticias de esa semana. Hasta que empezaron a escuchar arañazos sobre la pared.
—¿Quién está haciendo eso —dijo un primo.
—El fantasma, ¡buuuu! —replicó su papá bromeando.
—¡No jueguen con esas cosas! —pidió la tía.
Así fue como siguieron platicando, y a los 20 minutos escucharon un crujido que provenía del techo, aunque nadie le puso atención. Entró un viento fuerte.
—Cierren las ventanas —exclamó una tía.
—Pero todas las ventanas están cerradas —explicó otra tía.
Todos empezaron a mirarse unos a otros y decidieron ignorarlo, hasta que vieron una sombra corriendo y se quedaron en pausa. Alguien gritó: —Todo estaba normal hasta que llegaron estos raros —refiriendose a la familia del panteón—. Ellos están haciendo algo y deben de irse.
La familia no soportó lo que les estaban diciendo y decidieron marcharse. De nuevo tuvieron que regresar a casa caminando y pasaron por el panteón.
—No puedo creer que nos acusen de hacer eso, como si fuéramos brujos o fantasmas —dijo una de las hijas.
—No te enojes por eso. Es problema de ellos si no nos creen —opinó la mamá.
Llegaron a su casa y cada cual fue para su habitación. La hermana mayor tenía su propio cuarto y las otras dos hermanas compartían otro; los papas dormían en un tercero.
La hermana se preparaba para dormir cuando escuchó a alguien tocar su puerta. Salió, se dirigió a la habitación de sus hermanas y les suplicó: —No me anden espantando. Saben que yo no juego así…
Regresó a su habitación y, cuando estaba por quedarse dormida, sintió un soplido en el oído. Se volvió a levantar y enojada fue al cuarto de sus hermanas:
—En serio, no me gustan estas cosas. Solo quiero dormir. Ya tuve suficiente con lo que pasó hoy.
—¿Pero de qué hablas? Nosotras no hemos hecho nada —respondió la menor de todas.
—Es que me están espantando, ¡paren de bromear!
Empezaban a discutir en voz más alta cuando todas escucharon un pisotón muy fuerte desde el techo. Las tres se quedan calladas y se acercaron juntas. Se quedaron así por un minuto y después escucharon a alguien tocar la puerta. Las tres empezaron a gritar “¡madre, padre!”, pero nadie respondía. Con escalofríos corrieron a la habitación de sus padres. Abrieron la puerta y notaron a sus padres sentados en frente del espejo.
—¿Papá? ¿Mamá? — dijo la hija mayor. Pero ninguno respondía. Las tres hermanas se acercaron y se pusieron enfrente del espejo igual que sus padres y vieron en el reflejo a muchas personas en su apartamento. Cuando despegaron los ojos del espejo y miraron hacia los costados, notaron que solo estaban allí los mismos cinco de siempre. Pero en el espejo había gente mayor, niños, mujeres, hombres, hasta animales y cualquier criatura que alguna vez hubiera sido enterrada en el panteón del parque. Ahora tendrían que acostumbrarse a vivir con ellos.