By Erika Gonzalez
La pestilencia a muerte y carne quemada contaminaban el aire. Seguían los cuerpos
manchados de sangre en las calles y el amargor de la desgracia en las bocas de los sobrevivientes
del pueblo. Los escombros, el silencio y el recuerdo me unían a los desconocidos que
deambulaban a mi alrededor. Mi vestido blanco estaba manchado por mi sangre y la desdicha.
Levanté mi cuerpo del piso; sentía arder mi cara, mis manos, mis pies; todo me dolía. Comencé a
caminar entre las ruinas y, mientras lo hacía, escuchaba el ruido de mis zapatos contra los
montones de tierra. No me atreví a bajar la mirada; me asustaba lo que pudieran descubrir mis
ojos. La neblina de confusión abandonó mi cabeza al recordarme de mis hermanos; siendo yo la
mayor y su única familia, tenía que velar por ellos. Lo intentaba al tratar de encajar en los
zapatos de mi madre, ser su ejemplo. Pero en tiempos de guerra no hay ejemplos, ni tampoco
héroes. No veía a mis hermanos y me desesperaba cada vez más.
–¡Señora!… ¡Señora! – le grité a la primera persona que distinguí, parándome en frente de
ella, impidiéndole el paso –¿No ha visto usted a dos chicos de pelo negro? Uno de doce, alto;
otro de cuatro – hablé rápidamente.
– ¡No te acerques!… Tú eres igual que ellos… ¡Igual que todos! – gritaba, mientras me
apuntaba con un dedo, alejándose de mí – ¡Todos! Asesinos… ¡Todos! – corrí con
desesperación, cayéndome un par de veces.
Todos se volteaban a verme, como si fuera un fantasma entre los vivos. Mis hermanos no
estaban por ningún lado… Hasta que los vi sentados con una manta sobre sus cuerpos, al lado de
una señora de ropa sucia con quemaduras en el cuerpo y en la cara. Me acerqué rápidamente y
traté de atraerlos hacía mí, pero la señora se alzó, impidiéndomelo. Al pararse delante de mis
hermanos, pude observarla mejor. No tenía más que unos treinta años y casi no podía estar de
pie, ya que se tambaleaba de un lado a otro.
– ¡Loca!… ¡Loca! — dijo con voz débil.
¿Loca? ¿Pero qué decía esta mujer? Con sus manos intentó alejarme. Yo decidí
oponerme a ella, busqué entre mis entrañas todas mis fuerzas y la empujé. Cayó encima de los
escombros y su cuerpo inmóvil no daba señales de vida. Mi corazón bajó a mi estómago, no
podía creer el acto que yo había cometido. Presentí el terror de mis hermanos y lo confirmé
cuando los observé. Los tomé de las manos tratando, a forcejeos, de llevarlos conmigo a un lugar
seguro, pero ellos se resistían.
– ¡Que nos sueltes!… ¡Mamá!… ¡Mamá! – escuché sus gritos.
¿Mamá? ¿Han dicho mamá? Decidida a aclarar mi confusión me di la vuelta para
mirarlos, pero me encontré con otras caras, otros ojos, otras bocas, otros cabellos. Mis manos
soltaban las suyas, me di cuenta de que no eran mis hermanos. Levanté mi mirada, creí
distinguirlos entre la poca gente, pero no eran ellos, sus caras plasmadas estaban por doquier.
Nota: las imágenes que ilustran este relato inspiraron su elaboración.